Nota inicial: mi texto más personal. Es corto y desordenado, así como vino a la cabeza. No lo tomen muy en serio.
Mi abuela no sabía nadar. Le tenía (una vez me lo confesó casi en secreto durante una de nuestras miles de siestas) miedo al agua, a lo profundo. Se metía hasta los hombros, donde sus pies tocaran el fondo, donde sintiera que estaba en terreno firme y no en un deambule liviano donde el agua la podría arrastrar a cualquier lado, a cualquier rincón. Pero en ocasiones, a pesar de su miedo, se agarraba de algún borde y practicaba el pataleo. Un flotaflota, un borde de la pileta caliente de sol, un brazo. Mi abuela se sostenía, levantaba sus pies de la tierra firme, y pataleaba.
Y así enfrentó la vida. Sosteniéndose de algo, fuerte, con uñas siempre arregladas y manos suaves de crema, y pataleando.
Sé pequeños detalles de su vida. Compartidos en charlas de siesta, charlas de mate, de viajes en auto. Aprendió a manejar mirando como lo hacían otros. Se enamoró de mi abuelo la primera vez que lo vió. Se hizo cargo de hermanos, sobrinos, conocidos, y los hospedó en su casa. Se acomplejó de su cuerpo, de sus senos disparejos. Lloró con un dentista que - así, bruto - le sacó sus dos paletas. Camino por Grecia, por España, por Colombia. Se tatuó, no una, sino tres veces.
Hoy sería su cumpleaños numero 75 y yo no sé como pasar la vida sin ella.
Nunca sentí un dolor tan grande. Uno cree que comprende, a amigos y familia que saben del dolor de la perdida. Del dolor de la ausencia. Cree que entiende, después de ver personajes queridos en series de televisión morir. Cree que todo se puede leer, se puede ver - y así, vivir.
Pero nunca nada me dolió tanto.
No es mi deseo ser pesimista. Tampoco vivir con el dolor atorado en la garganta, incapaz de hablar de otra cosa. Pero estoy cansada, estoy harta, de las frases motivacionales. Del recordar con una sonrisa, de los mensajes divinos que nos manda desde el mas allá, de quienes me dicen de convertir el dolor en arte.
A veces el dolor es solo dolor.
Y es cercano y frio. Y desolador. E impaciente. ¿Cuándo termina? me pregunto, cada noche. ¿Cuándo terminan las lagrimas, la presión en el pecho, la incredulidad de la ausencia?
Nunca. Si algo de certero tiene la ausencia, es que nunca termina.
Mi primer amiga perdió a su mamá a los 8 años. Mi primer novio también. Mi amiga de la facultad habla de su mamá en pasado aunque nunca supe más nada. Tengo amigas viejas amigas nuevas y amigas de siempre que perdieron a sus papás. Otra de mis tantas amigas, así como yo, también perdió a su abuela hace poco. La ausencia me rodea ahora que la conozco. La veo en sus caras como si fueran ojeras. Una levantada de ceja cada día de la madre, una sonrisa débil cuando menciono a mi padre.
“No se va nunca,” Me dice mi amiga cuando hablamos de eso. “Me dijeron que el dolor queda, aun en la risa, aun en el llanto. Menos, obvio, pero siempre está.”
A veces el dolor es solo dolor. Cruel, impredecible, imperecedero.
El dolor me ataca mientras manejo, cuando escucho una canción, cuando vacío el freezer de la casa de mi abuelo y me siento como si estuviera vaciándola a ella, a mi abuela, mi yaya. Me ataca y me noquea: por las noches cuento con que el dolor me haga dormir. Un llanto fuerte, de moco y boca abierta, y cerrar los ojos. El dolor me ataca en mi clase de Alemán, imprevisto. Y me ataca con cuchillos y sogas, me ata, cuando leo el ultimo libro que compartimos. Me desespero con el dolor de mi madre, le pido que no me hable más del tema, que no me lo diga a mi porque me duele mucho. Y me duele, también, cuando me hace caso y deja de hacerlo.
Soy novata en el tema. Poco se del dolor, hace pocos meses lo hospedé en mi casa. No sé como se sentirá años más tarde.
No sé como escribir sobre mi abuela sin que el dolor me paralice.
No sé como vivir sin mi abuela, pero sé
patalear.
Lo aprendí de chica, patalear. En piletas grandes y chicas. En piletas del colegio, donde nos decían que éramos o tiburones o mojarritas. Y en la pileta de la casa de mis abuelos, en Benavidez, donde los veranos no son recuerdos sino fotos que veo con ojos de adulta.
Me sostengo. De brazos, de libros, de poemas y gente que alguna vez sintió lo que yo siento, y pataleo.
A veces el dolor solo es dolor y los miedos son solo miedos. Y no hay película que calme el alma, ni poema que ponga una curita. No hay nada mas que tiempo que apacigüe y dolor que vuelva, cuando decida volver y tocar la puerta.
A veces solo queda patalear.
A Yaya, si me lees desde algún plano que desconozco y en el que recién estoy empezando a creer: Buen viaje. Ya nos encontraremos de nuevo. /no puede ser la eternidad sin ti/1
A mi abuelo: quiero que sepas que el dolor es compartido, en mismas cantidades aun si por distintos motivos. El dolor va a seguir azotando. Agarrate de mi brazo. Dejame agarrarme del tuyo. No dejemos que nos gane la corriente. Pataleemos.
Árbol de magnolias (Marosa Di Giorgio)
Árbol de magnolias,
te conocí el día primero de mi infancia,
a lo lejos te confundes con la abuela, de cerca, eres el aparador
de donde ella sacaba el almíbar y las tazas.
De ti bajaron los ladrones;
Melchor, Gaspar y Baltasar;
de ti bajaban los pastores y los gatos;
los pastores, enamorados como gatos,
los gatos, serios como hombres, con sus bigotes y sus ojos de enamorados
Esclava negra sosteniendo criaturitas, inmóviles, nacaradas.
Virgen María de velo negro,
de velo blanco, allá en el patio.
Eres la abuela, eres mamá, eres Marosa, todo eres, con tu
eterna
juventud, tu vejez eterna,
niña de Comunión, niña de novia,
niña de muerte.
De ti sacaban las estrellas como tazas,
las tazas como estrellas.
Estuvo oculto en tus ramos el Libro del Destino.
Te has quedado lejos, te has ido lejos.
Pero, voy retrocediendo hacia ti,
voy avanzando hacia ti.
Te veré en el cielo.
No puede ser la eternidad sin ti.
Desgarrada y maravillada a la vez. Te amo. Pataleemos
te acompaño en ese dolor, ya un año de la partida de mi abuela y aún sigo escribiendo para descubrir cómo decirle adiós